Opinión | Isla martinica

¡Anda, Bolo!

¡Anda, Bolo!

¡Anda, Bolo! / La Provincia.

Dice Joaquín Reyes, que tanto sabe sobre la cuestión, que no existe eso que ha dado en llamarse «cultura de la cancelación». Es más, a los que postulan su existencia, les reta a que la demuestren, porque, para él, tal realidad sólo habita en la cabeza de los calenturientos. Vamos, que para el manchego, los que, de alguna manera, nos hemos expuesto a la violencia verbal de los ofendidos del mundo, sean de un lado como del otro, somos unos timoratos, por no decir unos ilusos, que nada saben de lo que es la verdadera realidad de las cosas.

A su encuentro, como no podía ser de otra forma, se han lanzado autores, influencers y hasta tertulianos de todo tipo y signo, sopesando que el humorista ha actuado conforme al criterio impuesto por la corrección política. Tengo para mí que tal es así, que pocos se atreven a poner en solfa al poder establecido cuando éste, además, genera los beneficios que pasan a engrosar la cuenta corriente de uno. Joaquín Reyes, al igual que una larga lista de famosos, es un individuo crecido y amamantado por la teta del Estado. En su esencia, la lista a la que aludo es la caja de resistencia a la que acuden los modernos, los progres de bote y la alienada clase de culturetas que manipulan y controlan lo que se escucha, lo que se ve y hasta lo que se lee en España. Entre ellos, se reparten las ganancias en forma de premios, atenciones y prebendas que hoy menudean en el territorio nacional. Por esta razón, hablar de cancelación, cuando unos apadrinan a otros o, básicamente, se apoyan en una feroz endogamia intelectual, es hablar de la inanidad. De ahí que Reyes, paradigmático en esto, se burle del concepto y lance diatribas hacia los que piensan en su contra.

Supongo que estará al tanto de la primera ley de Newton y las que la siguen, especialmente aquello de la inercia y el surgimiento de una reacción proporcional y opuesta a la acción emprendida. El Joaquín Reyes de ahora tendrá muy en cuenta que, pasado el tiempo, únicamente el necesario para deshacer la inercia inicial, le sucederá lo de la última de las leyes predicadas por el británico. Lo que en este momento se vive con alegría y satisfacción puede trastocarse en tristeza y amargura. Es esta inconsciencia lo que más molesta de esta casta endogámica dentro de la cultura española, el creerse, de algún modo, por encima del bien y del mal, ajena por completo a los vaivenes de la historia.

En nuestra tierra, porque tan suya es como la de un servidor, aunque sea por parte de madre, se llama al pobre incauto, al sabelotodo de turno, al mequetrefe del pueblo, al ignorante, por decirlo de una vez, con una sola palabra. El bolo, que así reza el calificativo, constituye un mundo en sí. Con toda propiedad, Joaquín Reyes es un bolo de libro. Se cree lo que dice porque así se lo dictan, ya que si hay buen señor, habrá buen escudero que lo cuide y proteja. Este vasallo del poder, particular lacayo de la Moncloa y de los ofendiditos que pululan en el ala de los radicales del gobierno, repugna la expresión «cultura de la cancelación» cuando, en su fondo, nadie mejor que él la representa. Me recuerda al bibliotecario de la Abadía de Seawood, con quien guarda un parecido asombroso, protagonista de una de las últimas novelas de G. K. Chesterton, El regreso de don Quijote, publicada por entregas en 1926. Pero sólo eso, porque la osadía y la valiente inocencia del que se cree la viva reencarnación de Ricardo Corazón de León, cuando no un superviviente de la antiquísima civilización de los hititas, no es visible por ningún lado en la personalidad del bolo manchego. Michael Herne, el excéntrico morador de la biblioteca de Lord Seawood, pese a provocar la hilaridad y el desconcierto, resulta mucho más auténtico que el falaz envoltorio del que se vale Joaquín Reyes. Aunque no era consciente, ni falta que le hacía, Herne es pasto de la cancelación de su época, de la mofa de una clase que se sentía moralmente superior, como la de ahora, precisamente la que lleva las riendas del país en la actualidad. Le falta al humorista el cuajo para enfrentarse a la realidad, la paciencia para sobrellevarla y redaños para saber cuándo ha de retroceder ante la verdad. En La Mancha, particularmente en Toledo, al encontrarnos con tipos como Joaquín Reyes, solemos soltarle a la cara, como se han de hacer las cosas entre hombres de pelo en pecho, ¡anda, bolo!, en cabal expresión de que se deje de tonterías y recapacite. Pues, eso.