Opinión | Isla martinica
Kant y Oriente Medio
En estos momentos, invocar la figura de Inmanuel Kant es un acto revolucionario. Por supuesto, no hay filósofo más opuesto a la revolución que el alemán, pero, insisto, justo en unos instantes como los actuales, reivindicar el pensamiento del autor de la Crítica de la Razón Pura es un ejercicio de manifiesta rebeldía, cuando no una revolución. El pensador articuló una sistemática que, en la distancia, sorprende y admira a partes iguales; y en la cercanía, si se llega a estrechar el contacto con sus conceptos, brillan un orden y una voluntad que ya no se encuentran entre los que se dedican a la filosofía. Este año se conmemora el centenario del nacimiento del autor de Königsberg, el tercero para ser exactos con las fechas. Trescientos años de la llegada a este mundo de una personalidad que marcó un tiempo que seguramente ya no volverá. Kant es de los pocos pensadores que culminó con éxito un plan intelectual, un programa de reflexión en lo universal. Ni que decir tiene que semejante propósito es prácticamente inviable en la actualidad, entre otras cosas, por el grado de especialización alcanzado incluso en el campo profesional de la filosofía. Sin embargo, me gustaría enfatizar la efemérides con dos alegatos en favor de las propuestas kantianas.
Por un lado, el decidido empeño del alemán por la educación, entendida como un proyecto de mejora permanente del hombre. O, como él lo llamaba, la ilustración. El deseo de la autonomía personal, alejada del paternalismo de las autoridades y de la obediencia ciega o el fanatismo, era lo que perseguía el germano. A estas alturas, el mensaje de libertad individual, en defensa del uso público de la razón, se vuelve crucial, sobre todo, cuando el poder, en sus diferentes vertientes, intenta someterlo o asfixiarlo. No está de más recordar lo sucedido con Fernando Savater, en España, y otros intelectuales en Europa o Estados Unidos, que han visto mermadas sus posibilidades de expresión en determinados medios que, en otro tiempo, ayudaron a fundar. En este sentido, el imperativo categórico resulta tan oportuno como revolucionario. En sí, el imperativo moral kantiano es una utopía ética cristalina, quizás inhumana en su dimensión práctica, pero qué hermoso resulta tenerlo siempre a la vista y qué pertinente sería emparejarlo con las aspiraciones fundamentales de la vida. Por abundar, es la meta que se entrevé a final del túnel, el propósito con el que animar la realidad cotidiana del individuo. Lo curioso es que Kant ni es de izquierdas ni tampoco se le puede inscribir con rotundidad en el ideario de derechas. En esto, se encuentra a salvo de los sectarios, aunque, en ocasiones, invita a la apropiación indebida, según convenga al intérprete de turno.
Lo que está claro es que Kant es refractario a la injusticia, provenga de donde provenga. Y se ha de reconocer que la mayor parte del derecho internacional o comunitario hunde sus raíces en el pensamiento del alemán. Ahora se vive con inquietud y una creciente incertidumbre el conflicto en Oriente Medio, en el que las potencias locales y aun las globales, juegan a causar el mayor daño posible al rival. Kant, en La paz perpetua (1795), mostró el camino a practicar en la prevención de este tipo de acontecimientos, pero continúa sin ser escuchado. Propuso la existencia de un organismo supranacional, algo así como una federación universal de los pueblos, antecedente remoto de las Naciones Unidas, con el fin de anticipar y evitar el enfrentamiento directo entre los países. Aunque de lo que escribió a lo que es hoy la ONU hay un largo trecho, el ideal que alimenta el proyecto no ha perdido ni un ápice de oportunidad y relevancia histórica. Ojalá se le tuviera más en cuenta, si bien la búsqueda de la paz entre las naciones nos conduce al individuo concreto. Es en él donde reluce con intensidad el imperativo categórico, porque todo está felizmente conectado en la filosofía kantiana. Si se percibiera a la persona con la que uno se relaciona como un fin en sí mismo, la convivencia no presentaría mayor problema. Y, de ahí, a la colectividad sólo hay un paso.
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