En una de sus múltiples reflexiones sobre el sentido del arte Heráclito sellaba cualquier controversia al respecto asegurando que en el mundo de la creación “mejor es la armonía oculta que la aparente”, la funcionalidad real que la forzada, la transmisión sutil de las ideas que el sometimiento ciego a las reglas gramaticales impuestas por el relato cinematográfico tradicional. Hoy el cine se ha hecho infinitamente más complejo de lo que era, por ejemplo, hace ochenta años, su lenguaje se ha ido transformando paulatinamente en una amalgama imparable de nuevas escrituras, de nuevas fórmulas de conexión con el público, que están contribuyendo en gran medida a acercarnos a los problemas propios de la sociedad de nuestro tiempo.

Por lo tanto, es conveniente que nos alejemos lo más que podamos de las normas canónicas que, de alguna manera, siguen rigiendo las directrices del mercado internacional y nos abramos a las experiencias innovadoras que nos ofrecen los nuevos cines desde los rincones más remotos del planeta. Por eso, certámenes como Ibértigo, que proliferan en abundancia por todo el mundo, se han convertido, con el tiempo, en las plataformas más sólidas para la difusión de estos trabajos que se cuecen, por fortuna, en fogones mucho más sofisticados y comprometidos que los empleados, pongamos por caso, por los siempre avispados ejecutivos del viejo Hollywood. Aquí el arte de verdad, no el impostado, sino el que busca algo mucho más sustancial que un mero entretenimiento se muestra en plena libertad.

Un ejemplo emblemático de esas continuas transformaciones es, sin duda alguna, Arima, el largometraje de la directora vasca Jaioné Camborda, que hoy se exhibe en la Muestra como única representante española en la competición. No hay en esta película el cambio de paradigma tan extremo que mostraba, por ejemplo, Visión nocturna, el interesante pero excesivo filme de la chilena Carolina Moscoso, uno de los platos más arriesgados y polémicos de la presente edición de Ibértigo, pero sí hay mucha “armonía oculta” en este drama soterrado en el que cuatro mujeres de diferentes generaciones y sensibilidades se enfrentan, cada una a su manera, a los fantasmas de su pasado en un intento de arreglo de cuentas que no acaba nunca de cuajar.

Aun respetando básicamente la estructura del relato tradicional, la directora es capaz de llegar mucho más allá mediante el empleo continuo de una cámara que observa cada inflexión dramática, cada gesto de complicidad y cada giro argumental con tanta sensibilidad como acierto. La verdad es que esta historia a cuatro bandas funciona; tanto en el plano emocional como en el puramente psicológico, y sus protagonistas, dirigidas con un primor, un tacto y una sensibilidad inauditos, constituyen un coro memorable de intérpretes que quedará, sin duda, en nuestra memoria como otro ejemplo vivo del poderío que encierran ciertas películas de apariencia menor cuando tras las cámaras figuran cineastas de la sensibilidad y talento de Jaioné Camborda.