La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

Museo de cera

En 2017, la familia al completo, la canaria y la andaluza, se desplazó a Madrid para disfrutar de las vacaciones, y uno de los lugares a visitar fue el Museo de Cera, en las proximidades de la emblemática Plaza de Cibeles y a escasos metros del Paseo de Recoletos. Allí ocurrió algo, una anécdota que, sólo con el paso del tiempo, ha cobrado un sentido inesperado. Mi sobrino, el único que tengo, en principio encantado con la idea, fue el protagonista de la historia. Ni siquiera sus padres daban crédito a la reacción del muchacho ante las imágenes que se congregaban a la vista de los visitantes. Cuando se le propuso una foto para el recuerdo, en compañía de Machado, Lorca o el propio Pérez Galdós, acodado en uno de los rincones de la sala principal de la atracción, rechazó de plano la instantánea. Peor todavía, no quería rodearse de aquellos seres cadavéricos, puesto que le provocaban un miedo más que real. Por mucho que fuera el ánimo de disuadirle, persistió en su negativa y, como cualquier niño ante la insistencia de los adultos, terminó por buscar refugio en su madre.

Desde luego, la suya fue una reacción cuando menos extraña, aunque no del todo, ya que hubo algún que otro acompañante de la comitiva, entrado en años y supuestamente libre de semejantes temores infantiles, que decidió pasar de puntillas ante la escena. Es lo que tiene encontrarse de bruces con una situación singular, hombro con hombro con individuos que tanto se asemejan a sus originales, que llegan a abrumar. Decía que justo ahora toma sentido la vivencia familiar porque, de algún modo, es la que actualmente se percibe en el gobierno de España. Una coalición que, y eso pregonan a los cuatro vientos, se entiende a la perfección. Aunque a uno le da por pensar en los muñecos de parafina de Recoletos, quietos como estacas a la espera de la chispa vital que pudieran regalarle las miradas de los curiosos visitantes. Sólo los españoles, ante la flagrante inacción de los gobernantes que nos han tocado en suerte, somos capaces de aportar lo que en ellos no se aprecia ni por asomo, energía e inteligencia.

Me identifico tanto con mi sobrino que confieso sentir grima ante la sola idea de rodearme de ministros y vicepresidentes, sin olvidar al jefe de todos ellos, malas copias de no se sabe bien quién, pero que resultan tan inertes y cadavéricos como los expuestos en la sala de honor del Museo de Cera. Una señora, la responsable de Educación, que aparece a destiempo y entre penumbras; otro, el del ramo de Universidades, al que ni siquiera se le espera; un tercero, el de Investigación o algo parecido, que transita por un universo paralelo, aunque siempre con una sonrisa en la boca; un cuarto, el de Sanidad, que se atreve a filosofar sobre la pandemia, pero que no atina con su cometido esencial ni de lejos, pero, eso sí, delega en un subalterno que rivaliza constantemente con los instagramers; y un quinto, el Vicepresidente segundo, por no alargar la lista, que o bien critica al resto de los compañeros de la bancada azul o bien razona que el mundo está contra él. Y de la gestión social, económica y política, nada de nada. De hecho, España es el país con los peores parámetros sectoriales con una pésima expectativa de recuperación, según recientes estudios internacionales. Y así un gobierno, nacido para salir de la crisis, muestra un repertorio de espectros que únicamente valdrían para una mala película de terror o, tal vez, para rellenar las estancias de un museo de cera muy particular, tan particular que ocuparía toda una nación, la nuestra, que no se merece tal cúmulo de muertos vivientes, por no decir otra cosa.

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