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Matías Vallés

Al azar

Matías Vallés

La desinformación llega al BOE

En lugar de apuntalar la vapuleada información, el esfuerzo se concentra en afrontar la desinformación, que debe ser más sexy. Por algo acaba de llegar al BOE, a falta de decidir si el tuitero en pantuflas, con barba de tres días, con barriga de confinamiento y que ha dejado una huella indeleble en el sofá de su casa, merecía su elevación al corpus legislativo del Boletín Oficial. Aliada con su hermana gemela, fake news, se insiste en que es una plaga de moderna maceración, tan peligrosa como el coronavirus. En efecto, es un fenómeno tan reciente que forma parte de la esencia de la doctrina de Maquiavelo, donde se lee por ejemplo que “aquel que engaña encontrará siempre a quien se deje engañar”. En el siglo XVI.

Cuando escucho la palabra desinformación, echo mano de mi polígrafo. El parásito falsificador se concentra en las redes asociales de Twatter o Fakebook, por lo que sorprende que la mayoría de escandalizados por su proliferación expresen su desasosiego en... Twatter y Fakebook. Peor todavía, los puristas informativos respiran aliviados en cuanto saben que la limpieza de los exabruptos reticulares vertidos en Twatter o Fakebook va a ser vigilada con especial celo por... Twatter y Fakebook.

Acierta Trump al denominarse “el Hemingway de Twitter”, lo cual da idea del nivel expresivo característico de ese medio. Sin embargo, los políticos no populistas también se comunican a través de dicha red. Que se sepa, ningún gobernante mundial renunció a la plataforma con estrépito para no contaminarse en el foro dominado por el gobernante más odiado desde Atila, con sus apenas 33 millones de seguidores. Por no hablar del vasallaje mostrado por los periodistas hacia cualquier manifestación minúscula en los mentideros electrónicos, a los que conceden mayor crédito que a sus propias cabeceras. Incluso cuando los remitentes se escudan en el siempre sospechoso anonimato.

Desinformación es como mínimo un concepto opinable. Supongamos que una prensa irresponsable dedicara su atención preferente a los deportes, mi sección favorita, mientras el planeta se coloca al borde de la extinción por el cambio climático. El término fake news, que debe por cierto su difusión a Trump, se quedaría corto para describir tamaña irresponsabilidad. Y metidos en el apartado de la delimitación del concepto, ¿eran desinformativas las noticias sobre la vida ejemplar de Juan Carlos I, que se han suministrado generosamente durante décadas a la opinión pública española?

Tampoco queda muy claro si el gobernante que capitanea la promulgación de la cruzada contra la desinformación en el BOE se halla inmunizado contra este virus. Cuando Pedro Sánchez asegura la creación de 800 mil empleos, formula una certeza que ningún agente político ni económico posee la capacidad de garantizar. Se trata además de una afirmación que utiliza a escudos humanos, lo cual le confiere una especial gravedad. En cambio, cuando el mismo presidente del Gobierno anuncia la convocatoria de dos mil plazas de médicos y científicos residentes, se somete a los criterios de la verdad científica según Popper. Esa contratación masiva está en su mano y, sobre todo, será falsable. A propósito, los difusores de los 800 mil empleos irreales sin matices, participan del engaño. El lenguaje coqueto de las facultades de Ciencias de la Información no embellece las patrañas.

Sin salirse de las declaraciones presidenciales, que en junio decretaban con clarines y timbales la victoria definitiva sobre el virus, la pandemia ha definido un encarnizado combate de la información contra la desinformación. Sin embargo, los afirmacionistas han trabajado a menudo con las armas de sus encarnizados rivales negacionistas. En realidad, la amenaza del maquiavelismo puede resultar menos dañina para el mundo que el imperio del maniqueísmo.

Puesto que obligan a cazar a la desinformación, un detector más fiable que una vacuna de Pfizer establece que a este monstruo se le aplica la misma regla que a la publicidad, solo afecta a los demás. Nadie manifiesta con hidalguía que se propone combatir la lacra mendaz por el daño que le está infligiendo. Todos los aristocráticos conjurados aspiran a curar del embuste sistemático a los demás. De nuevo, el vulgo necesita ser patrocinado por los mismos que han degradado el caudal informativo, hasta el punto de desviar a los consumidores hacia fuentes envenenadas.

El balance no induce al pesimismo obligatorio. Por lo menos, alimenta la esperanza de quienes mantengan su fe en el “mercado de las ideas”, que el juez Oliver Wendell Holmes erigió en terreno de juego de la libertad de expresión. Sorprende que los tuiteros de financiación dudosa de un suburbio de San Petersburgo puedan derrotar en una batalla informativa a las aparatosas redacciones de las cabeceras más encopetadas del planeta, amén de los también lacados anchormen y anchorwomen de los grandes canales de televisión. Bien pensado, se trata de una guerra tan desigual que se debería lastrar con un hándicap a los batallones de los medios de comunicación de masas, para que no aplasten a los desinformadores. Eso sí, al inmiscuirse el BOE, el choque deviene más igualado.

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