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Joaquín Rábago

Papel vegetal

Joaquín Rábago

A propósito de las caricaturas de Mahoma

El conocido filósofo francés Jacques Ranciére ha escrito en su blog un texto que denuncia en términos muy claros la actual confusión entre la libertad de expresión y sus manifestaciones concretas.

La laicidad que defiende la Constitución francesa significa, escribe el autor de “El odio a la democracia”, que no es tarea del Estado enseñar religión alguna ni que ése deba intervenir en la organización de la enseñanza pública.

La Tercera República impuso la idea de “laicidad” para poner fin al “control de la enseñanza católica” legalmente instaurado por la anterior República al tiempo que recomendaba a los maestros que se abstuvieran de hacer cualquier cosa que pudiera “herir las creencias” de los alumnos.

Como explica Ranciére, la laicidad, es decir la neta separación entre las sociedades civil y la religiosa, “no es suficiente para regular las relaciones entre creyentes y no creyentes, ni tampoco entre las diferentes religiones”.

Acusa el filósofo a los que califica de “nuevos ideólogos de la laicidad” de haber “alterado totalmente esa noción, convirtiéndola en regla de conducta que el Estado tiene la obligación de imponer a sus alumnos, a sus madres y finalmente a las mujeres en el conjunto de la sociedad”.

De ese modo, continúa Ranciére, “se identifica la obligación laica a la prohibición de vestirse de una determinada manera, prohibición discriminatoria ya que sólo afecta a las mujeres e hijas de una comunidad específica de creyentes”. Es decir, a las musulmanas.

Rancière encuentra un paralelismo con lo que sucede también actualmente en torno a la “libertad de expresión”, fijada (en Francia) por una ley de julio de 1881 y que equivale a “la libertad de los periodistas frente al poder (censor) del Estado”.

Esa ley establece que los periodistas y otros actores de la opinión pública podrán “difundir sus escritos sin control por parte de una autoridad superior” y que “sólo responderán ante la justicia por los crímenes o delitos que puedan cometer en el ejercicio de esa libertad, especialmente el de difamación”.

Es decir, esa ley señala que los escritos pueden circular sin permiso del Estado sin que ello signifique automáticamente que “encarnen la libertad de expresión” ni que esa libertad sea el principio por el que puedan juzgarse.

Los textos o caricaturas que circulan libremente no son “manifestación de la libertad de expresión”, sino que se limitan a manifestar las ideas o el sentido del humor de los autores y los lectores los juzgarán de modo acorde con sus opiniones o el sentido del humor que les son propios.

Rancière se refiere en concreto a las tristemente famosas caricaturas de Mahoma publicadas por “Charlie Hebdo” y que dieron lugar a la salvajada del atentado terrorista de unos islamistas fanáticos contra los colaboradores de esa revista de humor francesa.

Para el filósofo, esas caricaturas, aun “dejando de lado el carácter difamatorio que algunos han podido ver en ellas, no expresan ninguna virtud inmanente de libertad, ni están destinadas a suscitar el amor por esa libertad”.

“Por el contrario, expresan, entre otras cosas, el sentimiento de desprecio que mentes que creen pertenecer a una elite ilustrada experimentan por la religión de poblaciones a las que consideran atrasadas, desprecio que desean compartir con otros”.

“Unos criminales fanatizados pretendieron vengarse con la monstruosa ejecución de los periodistas de Charlie-Hebdo, escribe Rancière en tono inequívocamente condenatorio.

Pero añade: “A partir de ahí, se puso en marcha un mecanismo ideológico perverso. Como el horror sufrido por los periodistas hacía de éstos mártires de la libertad de expresión, las caricaturas se convirtieron en encarnación misma de esa libertad”.

“La glorificación de las caricaturas devino así un deber nacional. Políticos inconscientes o deliberadamente provocadores no vacilaron en instar a que las mismas se mostraran en todas las escuelas, lo que equivale a pedir que se ahonde en todas partes el foso que separa a las comunidades”.

“De ese modo se contribuye a extender la intolerancia y se ofrecen nuevas oportunidades a los asesinos, garantizándoles un mayor apoyo a sus crímenes en una sociedad cada vez más sensible a la ofensa”.

“Es hora de decir, inversamente, concluye Rancière, que una caricatura no es más que una caricatura, que las caricaturas en cuestión son mediocres y expresan sentimientos mediocres, y que ninguna de ellas merece que la vida de periodistas, de profesores o de cualquiera que haga uso público de la palabra se vea expuesta a la locura de unos asesinos”.

Conviene recordar lo ocurrido hace sólo unos años con algunas supuestas obras de obras de arte de carácter provocador y que muchos católicos consideraron blasfematorias, pero que parte de la crítica defendió en su día con el argumento de la libertad de creación.

Me refiero al “Cristo pis”, del norteamericano Andrés Serrano, fotografía de un crucifijo inmerso en la orina del propio artista, o la escultura de una rana crucificada, sacando la lengua y con una jarra de cerveza en una mano y un huevo en la otra, del alemán Martin Kippenberg.

Hubo entonces amenazas de muerte y en algún caso protestas del Vaticano, pero afortunadamente para todos, la cosa no pasó de ahí. Hay diferencias.

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