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Juan Cruz Ruiz

Un segundo en el mar, la belleza, el destierro y la muerte

Miras el mar desde cualquier balcón de Canarias y en este tiempo de bonanza parece que sobre esas aguas puede caminar la felicidad. Son líneas perfectas que hacen del agua un remanso, una invitación a un viaje infinito como el que aconsejaba Cavafis que se podría hacer teniendo en cuenta que el destino es el viaje mismo. La orilla, el horizonte, el sol manejando esa maravilla. El aire, además, cálido, como un envoltorio de sosiego para un mundo que, en tierra, parece un torbellino de sucesos. Y, sin embargo, el mar es también el revés de la trama, la antesala del suceso, la terrible experiencia del ahogamiento y de la muerte… En El extranjero, su gran novela breve, Albert Camus explica lo que pasa en el instante terrible en que un hombre mata a otro supuestamente porque la humedad del calor ciega sus ojos y él dispara. Fue, decía, como tocar en la puerta de la desgracia “en una playa en la que había sido feliz”. Ahora el mar vuelve a ser, en Canarias, primera página de la desgracia, por razones tan variadas que, juntas, podrían dar de sí una triste definición de la desgracia contemporánea y que no es inédita en nuestro mar ni en nuestro suelo.

En los años en los que yo era ya consciente de la fragilidad de las personas y de la vida en general, los ciudadanos mayores, a los que yo veía desde los ojos asustados de la infancia, se acercaban a la ventanilla de mi casa a recoger papeles de llamada que los llevaran lejos de la miseria que vivíamos, para buscar mejor suerte en Venezuela. Mi madre les daba las cartas de llamada, que por alguna razón familiar guardaba ella en su cómoda, y ellos trasponían sin decir palabra, como si los estuviera mirando desde arriba un gran hermano que podía cortarles el paso en seguida. Esa gente vivía, ya digo, pobremente; en las casas comíamos casi siempre las mismas cosas, carne escasa con papas, pan, mantequilla, papas fritas, pescado salado; nos bañábamos cuando nos tocaba, pues el baño de zinc iba rotando de casa en casa hasta que era el turno. Los chicos íbamos a una escuela cuyos maestros tenían más entusiasmo que alegría, y por las mañanas de los lunes un hombre grande y mudo venía vendiendo números para la Muerte, que era como un seguro para el entierro. A la vez, los que habían venido en busca de la carta de llamada, ya instalados en Caracas o en Valencia de Venezuela, o en Puerto La Cruz, que así se llamaba otro de los lugares de llegada, enviaban algún dinero para que aquí subsistiéramos, cerca del hermoso mar y de nuestra propia miseria.

Eran tiempos de mucha penuria; a veces los tíos que se habían ido a buscar una vida mejor, y que se habían llevado a sus familias, volvían felices, y se hacían casas grandes, que coronaban con las iniciales de sus nombres propios. Otros no venían igualmente agraciados, porque no siempre hay paraíso a pesar de que las cartas de llamada tengan los mismos sellos. Nada se multiplica porque sí, y es que la suerte es una carta esquiva que toca según sople el viento. Eran de tal naturaleza los tiempos que había muchas mujeres analfabetas a las que los chicos les teníamos que escribir las cartas a aquellos maridos que habían emprendido aquel camino peligroso de incierto destino. Las cartas decían, en el primer párrafo, “Querido marido, me alegro de que al recibo de esta mi carta te encuentres bien de salud. Nosotros por aquí bien gracias a Dios”. Era mentira, una mentira piadosa: por aquí no había alegría, había miseria y hambre, lenta espera a que la vida se fuera arreglando. Y, en efecto, en el segundo párrafo de aquellas cartas las mujeres deletreaban con amargura la realidad oscura de la situación. Yo mismo escribí muchas de esas cartas, y conocí muy de cerca el rostro de la amargura. Amargura, por cierto, era la palabra central de la época.

El mar estaba siempre allí, como una barcaza transparente; al cabo de los años los barcos fueron de otro carácter, trasatlánticos, embarcaciones de recreo, etcétera, pero en aquellos años de la diáspora y del hambre la palabra barco era un continente de fragilidad, una metáfora de viaje triste, una incertidumbre que se parecía a la propia envergadura de aquellas chalupas. Como ahora, como pasa ahora en sentido distinto. Por razones que la geopolítica conoce, y que es la metáfora de una injusticia económica y un drama humano, gente con otra piel y con otro origen (esos son sus únicas diferencias) tocan en la puerta de al lado, seguramente alentados a la vez por las mafias y por el hambre, se agolpan en las acuosas fronteras se las islas; sea por lo que sea, es cierto que vienen con hambre, arrostrando peligros y padeciendo enfermedad o muerte, y buscando sustento, que alguien les acepte la humilde carta de llamada que a veces vienen también en las manos de sus hijos pequeños. Hace falta mucha desesperación para abordar ese trayecto, sobre el mar hermoso tanta tragedia.

Y, sin embargo… Hace unos días el periodista tinerfeño Pedro Murillo se llenó de lágrimas al ver el trato inhumano que les espera a esos pobres de la diáspora, que no tienen ni agua ni sustento ni médicos ni jueces y ni siquiera traductores para comunicar qué que quieren hacer con sus vidas ahora que la han salvado, y que son recibidos, además, como si no fueran exactamente como somos nosotros, y además con los mismos dramas por los mismos dolores… Nosotros somos esos que vienen, con otro rostro y con otras sandalias. Cuando Pedro llora también llora por aquellos antepasados.

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