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José Luis Villacañas

La Ley Celaá

Se anuncia nueva ley educativa y por doquier se alzan las voces de protesta de siempre. A la vez, los medios de comunicación bienpensantes recomiendan intensificar el consenso. Tengo la impresión de que ni unos ni otros han echado un vistazo al texto del articulado, indigno de dirigir la educación de un país moderno. Ante todo, sorprende que una ley orgánica se redacte de una manera tan enojosa. En realidad, se debería de prohibir esta forma de redactar leyes orgánicas, dirigida a que únicamente puedan entenderla especialistas familiarizados con la historia educativa del país. Pero esos son los mismos grupos de expertos que han protagonizado el récord de reformas y contrarreformas que hacen del sistema educativo español el más atrasado del continente. Las leyes deben estar escritas para la ciudadanía, no para los que las redactan. Deben poseer la integridad de sentido y no ser un pastiche de artículos sin organicidad.

Ya solo esta forma de elaborar una ley orgánica, como conjunto de alteraciones de otra ley anterior, testimonia la incapacidad del ministerio para llevar adelante una reflexión adecuada al presente. Como ya hizo Wert, la nueva ley Celaá no es un texto normativo coherente y ordenado, autónomo en su sentido. Es un pastiche que altera un conjunto de artículos de la ley de 2006, y que neutraliza las correcciones de Wert, sin mantener la coherencia narrativa. En fin, todas esas leyes tendrán que tenerse a la vista para poder comprender el lugar jurídico de los artículos que ahora se redactan de nuevo. Mejor prueba de autorreferencialidad, no podría darse. Así no tenemos una ley de educación, sino un palimpsesto de estratos jurídicos, y se requerirá un curso en derecho para captar los elementos evolutivos.

Este hecho marca la comprensión de esta ley. Se trata de la pereza, de la continuidad de los mismos burócratas, de los tics y vicios de las mismas covachuelas ministeriales cada una con su propia obsesión, con sus propias manías legislativas y con sus propios intereses políticos y corporativos enquistados. En suma, es como un seguro del regreso de una maldición. Pues si el ministerio cree que por incluir la prohibición de ceder locales a la enseñanza concertada esta ley ya es progresista, está equivocado. Es una ley de continuidad, miope, inercial, que quiere camuflar con decisiones nominalistas el fracaso estructural de la educación en España y que sigue pensando en el mezquino mundo de ayer, cuando todo lo que estaba en cuestión era si castellano o catalán, si religión o educación para la ciudadanía.

Esta ley viene a garantizar el eterno retorno de lo mismo y lo hace de igual manera, con un vocabulario que no es sino un conjunto de palabras gastadas que solo alberga contradicciones. La ley propone como meta de la educación “tanto el bienestar individual como el colectivo”. Ya desde aquí tenemos dificultades para seguir leyendo, porque la finalidad del sistema educativo no es el bienestar. Este no tiene nada que ver con la educación. Pero si el sistema educativo no tiene clara cuál es la meta, todo lo que haga no será sino una ocurrencia. Por supuesto, luego lanza una retahíla de objetivos, pero ninguno de ellos tiene una relación precisa con el anunciado bienestar.

Echemos un vistazo a estas finalidades. La primera es desarrollar al máximo las capacidades, lo que refleja que por aquel entonces en el ministerio alguien leía a Amartia Senn o a Marta Nussbaum. Muy bien. ¿Qué relación puede tener esto con el bienestar? Ninguna enseñable por parte de un docente. ¿A qué viene, entonces, esa divisa suprema del bienestar, sobre todo cuando sabemos que un tercio de nuestra población escolar y sus familias ya está en riesgo de pobreza? Pero la ley se atiene a esta coletilla de la época dorada de Zapatero. Así que llevamos nueve meses de ver la realidad, sus debilidades y sus flaquezas extremas, y la ministra Celaá nos viene con los remiendos a la ley de cuando se era víctima de la ilusión de que la burbuja inmobiliaria nos iba a llevar a la felicidad completa.

Eso resulta decepcionante y parece mentira que esa sea la reflexión que se permite un ministerio. Por no haber, ni siquiera hay una inclusión de la necesidad de grupos de apoyo para superar el fracaso escolar. Y eso que el nuevo preámbulo, lleno de bonitas palabras completamente gastadas, reconoce que los países modernos tienen que adecuar los sistemas normativos a las “circunstancias cambiantes y a las expectativas que en ellos se depositaban en cada momento histórico”. La pregunta es si con esa norma se responde al momento histórico que se ha abierto tras la pandemia. Pero todavía es más discutible la afirmación de que por eso “los sistemas educativos han experimentado una gran evolución”. No el nuestro, que viene embarrancado en las mismas trifulcas políticas que ignoran la realidad del día a día de las aulas. Porque, ¿quien podría describir lo que ha pasado en España en los últimos veinte años como un sistema “dinámico” que está “actualizándose de manera permanente”? Ni la normativa se ha actualizado ni esta guerrilla normativa inacabable tiene que ver con la evolución de nuestro sistema educativo, asfixiado en una guerra ideológica que oculta su indigencia.

Pero ya el colmo del disparate es que la ley asuma “construir la personalidad”, “conformar la propia identidad” y “configurar la comprensión de la realidad” como metas. Por supuesto, asume la conexión psíquica profunda entre la “dimensión cognoscitiva, afectiva y axiológica”, lo que implica una apuesta por la madurez psíquica, la fortaleza del carácter que enseña a superar las situaciones en las que precisamente no tenemos bienestar, sino inquietud. Pero he aquí que la mejor manera que tiene la ley de avanzar en todos estos fines, y en otros que son muletillas del estéril progresismo de hace veinte años, no es sino eliminar el curso de ética del cuarto año de la Educación Secundaria.

Esto es paradigmático. Todo el objetivo real de la educación no es sino la autonomía del joven, una condición ética que ofrece un suelo a la libertad y a la igualdad. Pero sin embargo se le niega al escolar una reflexión sobre la forma de producción de ethos. La excusa: que eso es objeto de enseñanza trasversal. Claro que lo es. Pero esas evidencias no pueden ser fijadas sin un mínimo de elaboración explícita, y ello no puede hacerse sin el dominio de ciertas categorías capaces de orientar la vida consciente. En suma, la ley es el reflejo de una clase política obsoleta, apresurada e incapaz de reconocer el estado del país y de imaginar un futuro educativo mejor para él.

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