Existen palabras que, con el paso del tiempo, caen en desgracia y se dejan de usar. Muchas veces sucede porque hacen referencia a realidades que ya han desaparecido y, por lo tanto, lo normal es que ellas se pierdan por el mismo camino. Es por ello que hoy en día nadie habla del "alguacil", del "maravedí", del "diezmo" o del "celemín", sencillamente porque son figuras que no existen como tal. Sin embargo, en otras ocasiones, más que desaparecer, ocurre que su contenido se ha modificado de tal manera que han perdido su esencia original. Así, los "escribanos" dieron paso a los notarios y la "enfiteusis" perdió toda su vigencia desde la generalización de los arrendamientos. Son muchos los ejemplos y no todos se remontan a épocas pasadas. En la actualidad, hay vocablos cuya modificación de significado es tan evidente que casi es posible presagiar con notable seguridad que acabarán siendo arrinconados como los objetos que no se usan o como los trastos que resultan inservibles.

Sin ir más lejos, uno de los términos que, en mi opinión, tiene sus días contados es el de "soberanía". Dicho concepto se explicaba tradicionalmente en las facultades de Derecho como aquel poder que, dentro de un Estado, era el superior y, además, independiente con relación al resto de poderes internacionales. En un país, la voluntad del soberano se imponía dentro de sus fronteras y, para la formación de dicha voluntad, ninguna otra nación podía intervenir coaccionándolo ni supeditando su interés interno a otro venido de fuera. En este sentido, cualquier análisis de la actual situación política y económica da como resultado que seguir utilizando la palabra "soberanía" es un ejercicio más propio de la ciencia ficción.

El reciente discurso de Mariano Rajoy anunciando una serie de drásticas medidas mientras, simultáneamente, manifestaba lo poco que le gustaba tener que tomarlas y admitía que era exactamente lo contrario de lo que había prometido pero que no tenía otra opción -en clara referencia a los requerimientos que le exigían las instituciones comunitarias europeas- es una prueba palpable de mis argumentos. Defender en estos momentos que España es plenamente autónoma e independiente de otros organismos internaciones es, simplemente, negar la realidad. Y esta realidad ya era evidente varios años antes de que saltara esta crisis que nos ha abocado a la intervención (o rescate, o ayuda, o como se la quiera llamar). Si pretendemos ceder competencias a Bruselas, si aspiramos a ejercer una serie de políticas comunes en los veintisiete países de la Unión Europea, si queremos imponer ciertas reglas iguales para todos y participar de esta globalización cada vez más emergente, no cabe sorprendernos por no poder decidir nosotros solos. Nuestra mera voluntad, manifestada en el Parlamento de España, no es suficiente para elaborar cualquier tipo de norma. Nuestro Gobierno ya no toma todas las decisiones en cumplimiento de su programa electoral. Esa opción, si alguna vez fue posible, no lo es a día de hoy.

Pertenecemos a una organización supranacional -con sus ventajas y sus inconvenientes- y, como consecuencia, nuestra idea de soberanía ha cambiado. Despidámosla antes de colocarla junto al resto de palabras en desuso, al lado de "zurrador", de "comendador" o de "ósculo".