Vivimos en un mundo construido a menudo sobre palabras tramposas o, cuando menos, sobre conceptos etéreos e indeterminados, susceptibles de ser utilizados para defender ideas diferentes o, lo que es peor, antagónicas. En principio, todos entendemos con claridad qué es un privilegio y qué es un trato diferenciado justo. Sin embargo, la frontera entre una variante admitida y razonable de la igualdad de trato y un trato de favor injustificado se está convirtiendo en un terreno pantanoso donde es fácil hundirse.

Es evidente que determinadas diferencias contenidas en las normas no pueden ser calificadas, en modo alguno, de discriminatorias, ya que la causa de esa falta de homogeneización es evidente y objetiva. Por ejemplo, nadie se escandaliza porque algunas leyes favorezcan a las personas minusválidas. Tanto el fin último de la norma (paliar las desigualdades físicas y/o psíquicas para que, de alguna manera, se remuevan los obstáculos que les impiden o dificultan la participación en la sociedad como el resto de los ciudadanos) como la causa objetiva que la fundamenta, nos impide calificarla como privilegio. Pero a medida que nos alejamos de circunstancias claras y objetivas, observamos la existencia de otras diferencias de justificación mucho más compleja. Incluso, indefendible.

Abundando en esta cuestión, la formación UPyD (Unión, Progreso y Democracia) solicitó la semana pasada en el Congreso de los Diputados la supresión de la figura del "aforamiento", que en España afecta a unos 10.000 cargos públicos, cifra sin comparación posible con el resto de países de nuestro entorno.

Los defensores de su eliminación afirman que, si bien reconocen tanto la inviolabilidad como la inmunidad parlamentarias en el ejercicio de sus cargos, consideran el aforamiento como un privilegio impropio del marco de un Estado que se define como social y democrático de Derecho y creen que puede incidir negativamente en el ámbito del derecho a la tutela judicial efectiva, al obstaculizar la lucha contra la corrupción política. No menos reciente es la polémica generada por las declaraciones del secretario del PSC, Pere Navarro, acerca de los Concierto Económicos vasco y navarro, que suponen unos procedimientos de financiación distintos al resto de las Comunidades Autónomas. También los tachó de "privilegios" que, como tales, deberían ser eliminados.

Ambas propuestas de reforma (tanto la de UPyD como la de Pere Navarro) han sido muy criticadas, en algunos casos acusándolas de populistas y demagógicas y en otros apelando al argumento de que las prerrogativas objeto de crítica están recogidas en la vigente Constitución.

Pero, curiosamente, y continuando con el citado ejemplo de los minusválidos, cuando se les pregunta a sus partidarios por el hecho objetivo que fundamenta semejante trato de favor o por la noble finalidad que persigue dicha norma diferenciadora, su erudición desaparece. Se limitan a descalificar a los detractores, tachándoles de demagogos y populistas, o a esgrimir una versión algo más elaborada pero igualmente hueca del tradicional "porque sí": "porque ha sido así durante mucho tiempo". Como si el carácter vetusto y las reminiscencias históricas de las normas debieran acompañarnos hasta el fin de los tiempos. De ser así, la posibilidad de cambio y de progreso en el Derecho se vería cercenada y anclada en el pasado para siempre.

El hecho de que determinados contenidos vengan recogidos en la Constitución, siendo un argumento jurídico inapelable y sólido para su aplicación a día de hoy, no evita el planteamiento de su hipotética reforma futura. Cuando se plantea la conveniencia de modificar la regulación de la sucesión a la Corona para que la figura del varón no prime sobre la de la mujer, no cabe responder que no procede "porque lo dice la Constitución". Ya sabemos lo que dice "ahora" la Constitución. Lo que nos preguntamos es si queremos que lo siga diciendo en el "futuro" o si preferimos suprimir determinados anacronismos que nos impiden ser una sociedad moderna e igualitaria.