La Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Canarias acaba de emitir un fallo por el que condena a un exconcejal socialista del Ayuntamiento de Guía de Isora y a la supervisora de la guardería municipal a abonar solidariamente la cantidad de trece mil euros a la directora de dicho centro, a la que acosaron laboralmente. Más allá de la satisfacción personal y profesional que me produce la resolución de este hecho, la noticia me ha servido para calibrar que, hasta hace apenas unos años, la figura del mobbing era desconocida para el gran público. Los escasos afectados que se animaban a acudir a un despacho de abogados para denunciar su tragedia sólo hallaban un doble vacío doctrinal y jurisprudencial. Incluso desde el punto de vista psicológico y afectivo, la incomprensión social hacía mella en su ánimo y hasta los más allegados ponían en duda la veracidad de su versión. Como bien expresan los magistrados autores de esta sentencia tras haber oído a los dos condenados afirmar que se trataba de un conflicto laboral común, algunas conductas aparentemente legales o no infractoras esconden actuaciones sutiles y, por tanto, de muy difícil prueba, dirigidas a hacer el vacío y provocar la desesperación o el aburrimiento de la víctima para que ésta se autoexcluya de la organización.

El hecho cierto es que la brutal crisis económica que atravesamos ha resucitado con más fuerza que nunca una realidad que, a día de hoy, presenta un considerable repunte porcentual de víctimas. Para diferenciarlo de otras situaciones asimilables como el estrés laboral o el síndrome de burn-out, conviene clarificar que la característica más distintiva del mobbing es la violencia premeditada ejercida sobre el trabajador, mantenida en el tiempo y destinada a hacerle abandonar el puesto que ocupa. Consiste fundamentalmente en la puesta en práctica de una serie de comportamientos específicos dirigidos siempre a una persona en concreto, tales como el rechazo a reconocer su valía profesional, la inferioridad en el trato que se le dispensa, la sobrecarga o la ausencia de tareas a desempeñar, la modificación continua de objetivos o la apertura de procedimientos disciplinarios por la comisión de faltas de poca o nula importancia. Así, el elegido suele verse marginado del resto de sus compañeros, siendo objeto de críticas, burlas, humillaciones y hasta de violencia física, traducida en lanzamiento de objetos, portazos o malos modos. Incluso el periodo de vacaciones al que tiene derecho por ley suele ser motivo de controversia y, en ocasiones, de negación injustificada.

El perfil de estas auténticas dianas humanas reúne determinados rasgos definitorios que generan la envidia de sus acosadores, como el sentido de la ética, el alto nivel de empatía, el grado de sensibilidad o la probada competencia. A veces, se niegan a participar o a encubrir prácticas irregulares de sus superiores y con ello cavan su propia tumba. Atendiendo a su vulnerabilidad, las estadísticas avalan que se ataca con más frecuencia a los jóvenes que a los adultos, a los contratados que a los fijos y a las mujeres que a los hombres. Asimismo, cuanta menos posibilidad demuestren de enfrentarse a su infierno diario, más fortaleza sentirá su verdugo y el maltrato infligido les ocasionará graves problemas físicos y psíquicos. Sin ir más lejos, la demandante que, a la postre, ha ganado el pleito referido en estas líneas, llegó a padecer un cuadro ansioso depresivo que le impidió trabajar durante más de un año y que precisó de tratamiento médico.

Creo firmemente que si cualquier clase de acoso, sea sexual, escolar, laboral o de otra índole, repugna a las personas de bien, no se deben pasar por alto semejantes delitos sin denunciarlos, más aún en estos tiempos en los que quien tiene un empleo tiene un tesoro.