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Cine

‘Crash’: Entre la turbación y el deseo

Reaparece ‘Crash’, el filme que desató una de las polémicas más ruidosas del Festival de Cannes

Una escena de ‘Crash’. | | LA PROVINCIA/DLP

Los años noventa fueron muy pródigos en escándalos cinematográficos, tanto, o más, como lo fue la década de los setenta. Desde aquel entonces, el cine, incluyendo algunos de los otrora más prometedores representantes del llamado cine de autor, parece haberse transformado en un plácido y confortable desfile de estilemas, más propios de un ordenamiento estrictamente mercantil que de una voluntad expresa de apoyar la intersección creativa que se produce entre los cineastas que pretenden volar libremente, al margen de cualquier patrón narrativo y argumental que se les intente imponer; muy lejos por tano de los dominios que fomentan la corrección política en un mercado cada vez más compartimentado gracias a la acción depredadora de las grandes plataformas que, con contumaz exigencia, invaden hoy el universo audiovisual con los consiguientes perjuicios para una distribución más diversa y menos monopolística de la ingente producción audiovisual que genera actualmente el mundo.

Hay muchos casos en la historia más o menos reciente del séptimo arte que podrían ilustrar con toda suerte de detalles nuestras palabras, pero hay uno muy especial que logró romper todos los moldes preestablecidos por el establishment y que lleva por título una onomatopeya la mar de gráfica sobre el universo que nos pretende evocar, tanto como el contundente sonido que provoca el choque frontal entre dos automóviles. Ese es, en esencia, el point de départ, de este extraño, abstracto, turbio y volcánico relato que, con el paso de los años, no solo no ha perdido un solo ápice de su vigente e interesantísima propuesta, a pesar de la incomprensión de la que fue objeto en su día por su extrema radicalidad, sino que invita, tanto tiempo después, a seguir sus pautas como una obra de culto sin paliativos.

Crash (1996), probablemente el largometraje más controvertido de la larga y muy discutida carrera profesional del canadiense David Cronenberg (Toronto, 1943), inspirada en la formidable novela homónima del escritor inglés de relatos fantásticos y de ciencia ficción James Graham Ballard (Shanghái, 1930/Londres, 2009) no es solo un título interesante más en los anales del cine contemporáneo, ni su polémico estreno en el Festival de Cannes, donde fue abucheada y glorificada a partes iguales, fue solo un suceso casual que quedó en la memoria de aquel festival y de quienes lo vivieron por la cantidad de críticas de todo signo que provocó.

Tanto quedó marcado este título en el imaginario colectivo de la cinefilia internacional que a su vuelta al mercado actual gracias a la espléndida edición en Blu-ray que acaba de sacar a la venta el prestigioso sello independiente A contracorriente en nuestro país, nos ha permitido de nuevo, como hace cinco lustros, reflexionar sobre una serie de temas que, para bien o para mal, siguen manteniendo en nuestros días la misma validez que en el año de su estreno: un discurso implacable sobre una sociedad extraviada en su propia desventura.

No es extraño, por tanto, que la película incendiara las plateas de los teatros de medio mundo y que surgiera de nuevo el debate sobre las fronteras en la exhibición de los ángulos más turbios y obsesivos en asuntos tan vidriosos como el que nos muestra el filme pues, de alguna manera, de eso se trataba: de transgredir, de provocar, de afrontar sin ambages temas tan vitales en las sociedades de nuestros días como el sexo y, sobre todo, su manera de representarlo en un mundo crispado por la ansiedad, la soledad, el miedo, la incomunicación, el consumismo desbordado y el preocupante deshielo provocado en el ámbito de las relaciones amorosas como motor para alcanzar importantes cotas de placer y felicidad.

En medio de aquel ruidoso maremágnum, jaleado desde diversas trincheras ideológicas y morales, el Jurado internacional, presidido por Francis Ford Coppola e integrado, entre otras figuras de relieve, por el cineasta canadiense de origen armenio Atom Egoyam, el escritor italiano Antonio Tabucchi y el director de fotografía estadounidense Michael Ballhaus, decidió, contra viento y marea, destacar la película con el Premio Especial del Jurado -ahí es nada en una cita como la de Cannes- un premio que contribuyó sin duda a catapultarla comercialmente, concediéndole un prestigio que el paso del tiempo no ha hecho más que corroborar, como pude verificar ayer, una vez más, con la nueva revisión que nos ha permitido su reciente edición en BD.

La cinta, protagonizada por un excelente plantel de intérpretes encabezado por James Spader, Holly Hunter, Elías Koteas, Rossanna Arquette y Deborah Kara Unger, describe las peripecias de un puñado de personajes que han condicionado su sexualidad a la excitación procedente de la contemplación, y posterior participación, en accidentes automovilísticos y de su imparable secuela de heridas y deformaciones que las hacen todavía más excitantes para los objetivos que buscan.

Ya el comienzo de la película es premonitorio: la rubia protagonista sitúa su cuerpo desnudo en contacto con el frio metal del fuselaje de una avioneta para así ponerse en situación de hacer el amor. En una inexorable y explícita espiral, los protagonistas van acudiendo a representaciones de accidentes de circulación que les posibiliten una relaciones sexuales satisfactorias, para terminar provocándolos ellos mismos, con el propósito de alimentar la adicción creada. Son nuevas herramientas que le facilitan acceder a una sexualidad diferente, fuera de norma, a la que se toma como standard social. De ahí que una interpretación del filme en ese terreno no solo resulte absolutamente pertinente sino incluso nos llevaría a un campo de reflexión tan fértil y desmitificador como coherente con la dura alegoría social que nos construye el autor de Scanners (1981) en esta obra maestra.

Son los efectos naturales de un talento como el de Cronenberg, tan coincidente por cierto en tantos aspectos a del gran David Lynch, en el que su punto de vista se convierte siempre en un abierto desafío para al espectador, sobre todo el que vive refugiado bajo el paraguas del cine convencional y es incapaz de diferenciar cuando el cine se hace desde el cerebro y/o las vísceras que cuando se hace a golpe de chequera. Su carrera después de Crash ha ido creciendo en calidad expositiva y en versatilidad formal, como lo atestiguan trabajos de la enjundia humana y de la valentía formal de Una historia de violencia (A History of Violence, 2005), Promesas del este (A Dangerous Method, 2011), Spider (2002), Cosmopolis (2012) o EXistenz (1999), cinco piezas memorables que abrigan la esperanza de seguir contemplando en el futuro el arte inclasificable de este inimitable forjador de grandes relatos visuales.

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