Mohamed se jugó la vida hace dos décadas con solo diez años para llegar a Europa escondido en un camión, consciente de que en Marrakech no había futuro para él. Vive y trabaja en Barcelona, pero la última noche ha dormido en la calle, en Arguineguín, adonde ha viajado con lo puesto y el susto aún en cuerpo: Su hermano acaba de llegar a Canarias en una patera.

La historia de Mohamed se repite varias veces al día en Arguineguín, sobre todo en el último mes. Ciudadanos marroquíes con residencia legal en Europa, hombres y mujeres, se acercan a la valla del campamento de la Cruz Roja en este puerto pesquero convertido en el centro de la nueva crisis migratoria que vive Canarias para preguntar por un hermano, un primo, un marido, un amigo...

La mayoría de las veces tienen la confirmación de que han llegado, de que están desde hace días en el campamento, porque les han llamado o incluso enviado una fotografía al móvil. Otras no, otras solo saben que llevan demasiado tiempo ya en el Atlántico y suplican a la desesperada a la Policía una noticia que disipe sus pesadillas.

“Atrás no hay nada”, responde sin dudarlo Mohamed, cuando se le hace la pregunta que más se repite: ¿por qué?, ¿por qué exponerlo todo a un cara o cruz en el océano. “Si arriesgas la vida, es porque no tienes nada que perder. Allí no hay futuro, no hay nada”.

Este joven de treinta y pocos años sabe de lo que habla. Él también fue un inmigrante clandestino, un niño que cruzó la frontera escondiéndose como pudo en un camión en ruta hacia España. Lo suyo no fue la patera, pero no resultó menos peligroso.

El tiempo le ha hecho ver las cosas de otra manera. En Barcelona le dieron una oportunidad, tiene trabajo, ha conseguido la nacionalidad y se siente orgulloso de España, país que ya considera suyo. Por eso mira al campamento de Arguineguín y se emociona: “Esto no es normal”. Sabe que Rahali, su hermano, lleva días sin cambiarse de ropa, durmiendo en el suelo, rodeado de 800 personas.

Con todo, está alegre, porque sabe que le van a entregar a su hermano, pero aún está asimilando sus últimas horas: la noticia de un hermano que se ha subido a una patera, el terror que ha vivido su madre, el buscar dinero de donde sea para comprar un billete de avión a Canarias, dormir de nuevo en la calle al llegar a las Islas hasta conseguir una prueba de coronavirus que le permitiera alojarse en un hotel, la incertidumbre del qué pasara... Rahali le ha dicho que no está solo, que con él están su primo Kasm y un amigo.

El hermano mayor quiere hacerse cargo de todos, se siente responsable, pero no deja de darle vueltas. Han cumplido con creces las 72 horas de detención que estipula la ley, la Policía les deja salir de Arguineguín, pero ¿qué pasará ahora? ¿Les permitirán volar? ¿Dónde dormirán si el trámite se retrasa? ¿Cuánto tiempo estarán todavía en la Isla? ¿Puede pagar los billetes de los cuatro?

Por lo menos, están vivos. “A mi hermano lo rescataron. Los de su patera casi se mueren... tres veces. Literalmente”, baja la vista y añade: “Mira”. Con un ademán señala un cayuco hundido que flota a merced de las olas junto a una rampa del puerto: “Es lo que hay”.

“Ni me consultó. Yo no le hubiera dejado hacerlo. Si llega a haber muerto, ¿qué le digo yo a mi madre?”, se pregunta.

Mohamed habla un español perfecto, conoce los códigos de una sociedad que ya es la suya. Por eso también echa una mano a otros como él que han viajado a Arguineguín sin hablar una palabra de castellano para intentar llevarse a un familiar.

Es el caso de Zahara, una joven marroquí residente en Milán. Tiene a sus espaldas dos días de viaje, pero ya está en Canarias. Todavía no ha hablado con su hermano, nadie de su familia lo ha hecho. Solo sabe que está vivo y que está aquí, porque las familias de otros chicos de su patera han llamado a su madre. La mujer casi enferma con la noticia, cuenta Zahara, porque, cuando le dijeron que el chico se había subido a una patera y había llegado con una lesión en una pierna, lo que pensó es que le estaban ocultando algo peor.

“Pensábamos que había muerto, después de dos semanas sin saber nada de él. Han sido las peores semanas de nuestras vidas para todos en mi familia. Hemos pasado mucho miedo”, relata. Ignora si su hermano podrá viajar con ella. En este momento solo le basta saber que está bien.

La joven se sienta junto al muelle a esperar. Enciende el móvil y charla con los suyos. A su lado pasa un anciano con dos niños. El hombre tiene el gesto sombrío. Posiblemente, tardará en sacudirse las pesadillas.